domingo, 1 de mayo de 2011

Subiendo al Teide… por Jules Leclercq.

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Año 1879.

“Anteayer, 4 de Agosto, a las siete y media de la mañana, el guía Ignacio y el arriero Miguel estaban a la puerta de la Fonda del Teide. Habían llevado un caballo blanco, de dulce e inteligente mirada, que debía servirme de montura hasta el rellano de Altavista; había también un caballo castaño que llevaba una de esas inmensas albardas levantadas en punta delante y atrás; sobre la albarda, un barril de agua, un saco conteniendo las provisiones para los hombres y unas mantas; el fondista añadió una cesta donde había introducido, para mí, una cuarta de carne asada, unos huevos, té, vino añejo de Tenerife y hasta botellas de buena cerveza inglesa. Ignacio y Miguel no tenían monturas: los canarios van siempre a pie.”

“El campo va cubriéndose de grupos de árboles a medida que vamos subiendo. Primero, son los frondosos laureles; después los castaños y, luego, los bellos pinos canarios. Desde la altura, todas sus armonías y su gracia rupestre, el inmenso país de las Hespérides, desde los cerros de Santa Úrsula hasta los lejanos caseríos de los Realejos; desde los contrafuertes de Tigaiga, hasta el Atlántico, que se pierde en la lejanía entre las brumas de los trópicos.

Es uno de los más bellos panoramas que se pueden contemplar. A unos mil metros más abajo, surgen, como champiñones, los tres tetones botánicos que llaman montañetas. Los campos de chumberas toman el aspecto de un inmenso mosaico, formado por cuadros blancos y verdes. La Villa y el Puerto sólo parecen unos pueblecitos, no mayores que un puño.”

“En el instante en que franqueamos la cresta de un contrafuerte, se nos apareció el Teide, de golpe, hacia la derecha. El noble pico dibujaba nítidamente su cónica silueta sobre un cielo azul tan intenso que sólo puedo compararlo con el admirable cielo de Colorado. La escena era de una belleza serena e imponente; ante nosotros, el Teide, de simples y grandes líneas, sumergido en su eterna aureola de azul; detrás, un caos de nubes que no ocultaban las regiones inferiores.”

“La travesía de la caldera es penosa, casi desesperante. Hay que caminar durante horas enteras hacia el pico que se eleva gigantesco, en medio del desierto. El cielo es de un azul inaudito; el Sol, caliente como una bola al rojo blanco; la piedra pómez arde bajo los pies, y no hay casco ni sombrilla que pueda proteger los ojos de la irresistible luz solar, reflejada en el espejeante suelo. Todo el que sube al Teide regresa con el rostro quemado y los ojos inflamados a causa de la reverberación de la caldera.”

“A las siete, es el momento en que se pone el Sol en el llano, la escena es de una belleza indescriptible. La sombra del Teide se extiende sobre las montañas de Gran Canaria y, luego, siempre avanzando, invade las nubes rosa que planean sobre aquella isla lejana. Parece una montaña completamente negra, una pirámide fantástica surgiendo del ceno de Gran Canaria y aplastando, desde su prodigiosa altura, las cimas más modestas que la rodean. La larga muralla de las Cañadas han cambiado de pardo a rosa, y también es rosa la faja de cielo que limita con el mar de nubes. El mar a tomado un aspecto tan compacto que parece inmóvil. Sombrías corrientes lo recorren en todos los sentidos. Me parece estar viendo un vasto continente boreal, sumergido bajo nubes y hielo acumulados durante siglos.”

“La ascensión resulta penosa, e incluso peligrosa, para los caballos. Los pobres animales trepan por un caos de lava suelta, en una pendiente extremadamente acentuada; no pueden dar veinte pasos sin detenerse para recuperar el aliento, y yo empiezo a temer que no puedan soportar, hasta el final, las fatigas de la expedición.”

“Son las cinco de la mañana cuando llegamos a la cumbre. Aunque aún no está el Sol visible, hay ya una penumbra que me hace suponer su presencia por debajo de las nubes. Desde la primera mirada, me doy cuenta de que no podremos gozar a la vista de todas las zonas inferiores. Contra mi esperanza, el mar de nubes no se ha disipado durante la noche. Los valles están aún inmersos en las tinieblas cuando ya la luz del día se expande en torno a nosotros. Somos los primeros en saludar a la aurora.”

“Al cabo de media hora de espera, vemos aparecer el Sol entre la capa nubosa y, casi al mismo tiempo, la gigantesca sombra del Teide se proyecta al Oeste, sobre la isla de la Gomera, afectando la forma de un triángulo isósceles, perfectamente regular y de unas nueve o diez leguas de la base al vértice. El Pico, cuya sublime frente pisamos ahora, surge como un inmenso obelisco del ilimitado mar de nubes, extendiéndose a más de dos mil metros debajo de nuestros pies. A medida que el Sol se eleva al cielo, este mar va tomando diversos matices; vemos zonas rosas, azules, blancas. Las nubes más altas proyectaban sombras azuladas que parecen fantásticas suspendidas en la atmósfera, producen combinaciones de colores de mágica belleza, en los que veo todos los matices del prisma. El oro, el fuego, el diamante, son comparaciones demasiado pobres para expresar la magnificencia de este luminoso océano de vapor.”

“Una salida del Sol, contemplada desde lo alto del Teide en un día claro, debe ser uno de los espectáculos más maravillosos que sea dado presenciar al hombre…Según cálculos de Humboldt, el Sol da en la cumbre del Teide doce minutos antes de iluminar la base de la isla a nivel del mar. Según el mismo sabio, la vista alcanza a cien leguas desde la cima del Pico. En la cumbre del Teide, el aire es aún más transparente que en Quito, la ciudad que disfruta de la atmósfera más pura del mundo.”

“Eché una última mirada al magnifico mar de nubes que el Sol no podía vencer, a la humeante solfatara, a las sombrías Cañadas que rodean la Caldera, a las lejanas cumbres de Gran Canaria, de La Palma, de La Gomera, y recogí mi bastón montañero.”

 

 

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Fragmentos del libro, Viaje a las islas Afortunadas. Cartas desde las Canarias en 1879, de Jules Leclercq.