jueves, 23 de abril de 2009

Papas y pescado salado.....Sabino Berthelot

En La Punta del Hidalgo.





"....Tenemos la impresión de que el alcalde pedáneo no está muy dispuesto a sentarnos a su mesa. Nuestra extraña indumentaria y nuestras escopetas de caza le dan que pensar, y estaba como indeciso antes de aproximarse a nosotros. Después, dirigiéndose a nuestro guía le preguntó qué es lo que deseábamos. Las explicaciones que se le dieron comenzaron a tranquilizarlo. El asunto terminó cuando mi compañero le mostró las credenciales que llevábamos. El alcalde tomó el papel, le dio vueltas en todos los sentidos, lo recorrió de arriba a abajo y finalmente nos confesó que no sabía leer. Entonces cogí el papel y lo leí en voz alta: ...Don Teodoro Uriarte, Brigadier de los Ejércitos del Rey y Comandante General de las Islas Canarias (aqui el alcalde se quitó el sombrero y los compadres se pusieron en pie), ordeno a todos los gobernadores militares, jefes de milicias, alcaldes y demás funcionarios públicos, prestar ayudas, socorros, asistencia y protección al señor Don Francis Macgregor, Consúl General de su Majestad Británica, y a.... .
No fue necesario seguir leyendo: el salvoconducto había surtido efecto. El alcalde ya no era el mismo hombre: nos ofreció asiento, agradeció al guía que nos hubiese llevado hasta su casa y le ayudó a descargar las alforjas. Todos nos dieron la bienvenida, y la alcaldesa, hasta entonces sentada en un rincón, nos trajo como refrigerio dos grandes vasos de vino.
Pero a pesar de todo, todavía nuestro anfitrión no acababa de sentirse tranquilo: estaba desazonado, de vez en cuando miraba para la mesa, ya servida, y parecía inquietarse al ver a sus compadres de pie y expectantes. El buen hombre parecía remiso a compartir su ración con tres nuevos invitados, pero al mismo tiempo quería cumplir con sus deberes de hospitalidad. No nos costó mucho disipar el embarazo gracias a las previsiones del buen Manrique. Hice una señal al guía: como muchacho despierto, fue donde las alforjas y extendió sobre la mesa nuestras fiambreras. Nos quedaba medio jamón, una gallina al horno y un frasco de ron sin estrenar. A la vista de nuestras provisiones el alcalde sonrió a sus compañeros y cambiando de actitud, nos invitó a cenar.
Nos reservó el lugar de honor: el anfitrión, su mujer y los compadres se sentaron a nuestro lado; el guía y los peones de la finca tomaron asiento en el suelo, mientras la morena Gertrudis, de cabellos negros y rizados, permanecía en pie para servirnos. Gertrudis, exuberante de formas, tenía la tez encendida, la voz bien trimbrada y reidora y la mirada provocativa, pero su compostura y la seriedad de sus modales bastaban para detener al más atrevido. La cena que Gertrudis había servido consistió en papas y pescado salado. Esta sobria comida es el plato típico de los isleños y lo prefieren a los mejores guisados de carne. Lo sirven con mojo, salsa incendiaria compuesta de vinagre, pimientas rojas, ajos, cilantros y en algunas ocasiones se le añade aceite, pero en este caso se trata de un lujo. Tan pronto los platos estuvieron puestos, el anfitrión nos sirvió cumplidamente y todo el mundo se puso a dar buena cuenta de la cena. Yo sazoné mi pescado tal y como lo hacían mis vecinos de mesa. Pero tan pronto le tomé el sabor a la infernal salsa, mi paladar quedó como electrizado, tenía fuego en la garganta y me corrían las lágrimas. Mi compañero, viendo el trance en que me encontraba, no intentó imitarme: nos vengamos con las papas, que sustituían al pan, que no tenían. Es raro que se amase en estos caseríos; los campesinos sólo comen gofio, harina obtenida del trigo y del maíz tostados. Se había servido en abundancia en una gran hondilla de madera: el alcalde hacia pelotitas que empapaba en el mojo; sus amigos se contentaban con tomar repulgos en la palma de la mano, y se los lanzaban a la boca sin perder una migaja. Quise probar a hacer lo mismo, pero sólo conseguí dispararlo y lanzármelo hasta los ojos . Decididamente no andaba acertado...Gertrudis se reía a carcajadas. Mal hubiésemos quedado, a pesar de la atenciones de nuestro anfitrión, de no ser por nuestras reservas. Le entramos con ganas a los restos del jamón y de la gallina fría, de los que pronto no quedó nada. Nuestros vecinos hacían gala de su buen apetito, y el grupo que estaba sentado en el suelo no rechazaba nada de lo que le servían. Le llegó el turno al postre: higos de leche frescos, espolvoreados de gofio, ñame, cocido y cortado en rodajas en un plato con melaza, queso de leche de cabra, algunos plátanos y unos pastelillos de miel."







Texto extraído del libro: Sabino Berthelot, Primera Estancia en Tenerife (1820-1830)
Aula de Cultura del Excmo.Cabildo Insular - Instituto de Estudios Canarios
Santa Cruz de Tenerife. 1980.
Sabino Berthelot. 1794-1880
Enrique Castillo para su Bitácora.2009