domingo, 5 de abril de 2009

Desde Afur a Punta Hidalgo por Sabino Berthelot


Fue precisamente en los riscos de Afur donde recogí, junto a lo mejor de la flora canaria, especies raras que hubiesen constituido el orgullo de nuestros invernaderos, en especial esa bella malvácea de flores de un rojo de fuego que Josefina gustaba cultivar en la Malmaison. Descendimos por una lomada cuyos ribazos estaban guarnecidos de jazmines y lavandas, el arrebol elevaba sus soberbias ramas hasta la altura de los arbustos, las digitales y las salvias, mostraban sus flores abiertas a los primeros rayos del sol; las floridas ramas de las retamas, agitadas por una suave brisa, se balanceaban en el aire.
El angosto valle de Afur pertenece a una familia noble. Su actual propietario es el coronel D. Tomás de Castro. El caserío está constituido solamente por seis viviendas rurales. Los medianeros que allí viven pagan en calidad de uso de la finca un arrendamiento, consistente en una pequeña parte de la cosecha de trigo, una gallina y un ramo de flores. Este tributo varía según los términos del contrato, pero el señor coronel, dueño de siete mayorazgos, no es demasiado exigente y se conforma con lo que le llevan. Don Tomás vive en La Laguna; nunca a visitado sus propiedades de Afur, las que solo conoce por referencias.
La angostura de Taborno, que cruzamos después de haber dejado Afur, nos pareció lugar más ameno y mucho mejor cultivado. Nos quedaban tres valles más antes de llegar a La Punta del Hidalgo, donde nos detendríamos. Nuestro guía nos condujo por la orilla del bosque, a la sombra de laureles y hayas, mientras descendíamos a los talwegs para después remontar las aristas que separan esta serie de valles colaterales. Al Oeste de Taborno se yergue un roque colosal que se eleva, amenazante en lo alto del valle y como si intentara sepultarlo. Es el Roque de Chinamada, al que el mas osado orchillero en vano intentaría escalar. Las oquedades de sus paredes sirven de refugio a las aves de presa, y en la cima, desafiando el hacha de los leñadores, un bosque centenario. Formidables escarpes cierran el paso a este enorme cipo, al que desde la lejanía se confundiría con un monumento ciclópeo. Su aspecto sorprende y sobrecoge. El risco de Chinamada está suspendido sobre el abismo, y el caserío esta en lo hondo, al borde del barranco y al pie de la montaña. ¡Que espantosa catástrofe si este gigantesco frontón se desprendiera de su base y se precipitara de golpe en el valle!.
Después de pasar las degolladas del Batán descubrimos a lo lejos La Punta del Hidalgo. El barranco es menos fragoso, el relieve es más suave según se desciende hacia la costa y las laderas menos abruptas, dejan abiertos espacios más anchos. Todo cambia a nuestro alrededor a medida que nos acercamos al mar; el cielo, la tierra, el aire cobran un aspecto distinto. El oloroso tomillo, los brillantes inciensos y la algodonosa salvia sustituyen al bosque y a los frescos helechos. Vamos a través de esta olorosa región que un vivo sol ilumina y descendemos por las lomadas del litoral. La naturaleza cambia; aquí los balos, tristes y desmadejados como pequeños sauces llorones; los cardones, formados por múltiples fustes sin hojas, y del que mana un látex cáustico. Más allá, cactus erizados de picos, plantas monstruosas de hojas sin tallos, con los bordes llenos de frutos y de flores.
Los acantilados de Adaar, que debemos bordear para llegar a la Punta del Hidalgo, tienen más de quinientos pies de altura, y se prolongan hasta la desembocadura del Barranco del Batán. El mar, en días de temporal, viene a romper violentamente contra estos baluartes basálticos. Pero no advertimos señales de tempestad mientras descendemos por la escabrosa orilla del barranco. La ola llega tranquila a las cuevas submarinas que llenan de oquedades la orilla rocosa. Y de un modo intermitente oye bajo nuestros pies un sordo fragor.
Estábamos sobre la saliente plataforma o promontorio de la Punta del Hidalgo y nuestro guía nos conduce hasta una gran edificación campesina, la mayor del lugar, que se encuentra apartada del caserío. Se trata de la casa del alcalde. Nuestra súbita aparición puso en movimiento aquella granja aislada; los perros nos seguían, ladrando, los niños nos huían cuando nos acercábamos a ellos, y al llegar a la puerta de la rústica vivienda el dueño pareció sobresaltarse ante nuestra visita. Lo sorprendimos en el momento de sentarse a la mesa, con tres compadres a los que tenía como invitados. Después de diez horas de marcha, sí que llegábamos en momento oportuno.






Texto extraido del libro: Sabino Berthelot, Primera Estancia en Tenerife (1820-1830)

Aula de Cultura del Excmo.Cabildo Insular - Instituto de Estudios Canarios
Santa Cruz de Tenerife. 1980.
Sabino Berthelot. 1794-1880

Enrique Castillo para su Bitácora.2009